Los conejos son animalitos que generalmente nos caen simpáticos con su aspecto de peluche y esas características orejas.

No cabe duda de que estas resultan en realidad un poco desproporcionadas, pero contribuyen a la singularidad del roedor y posiblemente más de uno se haya podido preguntar de qué forma llegaron a tener su aspecto actual.

Independientemente de las explicaciones puramente zoológicas sobre este orejudo tema, seguro que os parecerá curiosa una leyenda que procede nada menos que de los antiguos mayas.

Esto en realidad es doblemente curioso si tenemos en cuenta que el conejo no es un animal de origen americano, sino europeo y según las crónicas fue introducido en América por los españoles y, eso sí, siendo rápidamente apreciado por los pobladores de aquellas tierras, entre ellos los mayas.

Como os decía, de ellos proviene la siguiente historia. Os aviso de que tiene su punto truculento, cosa que todavía os sorprenderá más teniendo en cuenta el protagonista.

Según el relato, al principio aquellos primeros conejos tenían unas orejas pequeñas, muy parecidas a las de los gatos.

Esos roedores colonizadores estaban bastante contentos en su nueva tierra, sin embargo, como no todo es perfecto, les disgustaba el tamaño de su cuerpo, pues entendían que eran demasiado pequeños para poder competir en aquel nuevo mundo.

Un día, el conejo observaba embelesado al león y no pudo evitar exclamar en voz alta que porqué él tenía que ser tan pequeño e insignificante.

(Para los que lo estéis pensando, hablar aquí del león puede resultar un poco raro en una leyenda americana, pero más bien debemos imaginar al puma, denominado en muchas zonas también como “león”).

El felino lo escucho y le dijo que si no estaba conforme debía ir a quejarse al dios de los animales.

Y eso mismo hizo el persistente roedor. Se presentó ante el mismísimo Yum Kaax, el dios de la vegetación, los bosques y los animales.

Tras presentarle su petición se dispuso a oír el veredicto. El dios le dijo: “Muy bien, te daré un cuerpo más grande y poderoso, siempre que consigas traerme las pieles de un tigre, un lagarto, un mono y una culebra”.

Sin pensar en lo complicado de tal tarea, el conejo se fue de allí dispuesto a cumplirla. Al comenzar su búsqueda por el bosque al primero que encontró fue al tigre.

(Al igual que hace unas líneas con el león, al hablar aquí del tigre debemos pensar más bien en el jaguar, denominado en no pocas regiones como “tigre”).

Aprovechando que se avecinaba una tormenta, el conejo se acercó al felino para prevenirle del riesgo y se ofreció a atarlo a un árbol para que el aire no se lo llevara. El gran gato no sospechó y aceptó. Cuando lo tuvo atado, el conejo aprovechó para darle un buen palo en la cabeza y así consiguió su primera piel.

Un poco después se topó con el lagarto al que propuso jugar con una pelota que había fabricado rellena de piedras. Cuando aceptó, se la lanzó con fuerza a la testa y de esta manera se hizo con su segunda piel.

Un tiempo después, mientras descansaba a la sombra de un árbol, se dio cuenta de que el mono le observaba desde lo alto y se dispuso a aprovechar la ocasión.

Cogió un pequeño espejo y se enjabonó la cara, para después afeitarse con una hoja, tras eso dejó todo al pie del árbol y se ocultó entre los arbustos cercanos. Como sospechaba, el curioso mono no pudo resistir la tentación y bajó.

Entonces se dispuso a imitar al conejo y afeitarse también, pero sin tener su práctica se le deslizó la hoja en el cuello permitiendo así a nuestro protagonista conseguir su tercera piel.

Únicamente le faltaba una y se puso como loco a buscar a la culebra, encontrándola unas horas después al borde de un claro. Con ella, siendo ya la última, no se anduvo con tantos preparativos y simplemente la agarró con sus patas sujetándola con su uñas, para  quitarle la piel.

De esa forma, exultante de felicidad y sin pararse a pensar en lo que había tenido que hacer, se encaminó de nuevo hacia la morada de Yum Kaax, para reclamar su recompensa. Pero las cosas no iban a resultar como esperaba.

Lejos de mostrarse contento por haber cumplido con el encargo, encontró al dios realmente furioso. A grandes voces le recriminó lo que había hecho para conseguir las pieles sin pensar en los demás y teniendo en cuenta únicamente sus deseos sin calibrar el mal que provocaba para conseguirlos.

Entonces tomó al conejo por la orejas y mientas le gritaba que debería estar completamente avergonzado, comenzó a darle vueltas y más vueltas en el aire, haciendo de esta forma que sus orejas se dieran de sí y estiraran.

Cuando le soltó añadió que si siendo tan pequeño había sido capaz de generar tanto daño, no quería pensar lo que podría hacer siendo grande, por lo que nunca permitiría que lo fuera.

Antes de terminar la audiencia le dijo al conejo que se contentará con que le permitiera seguir viviendo, pero que a partir de entonces, sus orejas le recordarían que no debía utilizar ni lastimar a los demás para conseguir sus propios fines.

No hay duda de que la leyenda tiene su clara moraleja y tampoco hay duda de que los humanos podemos ser también perfectos destinatarios de la misma aunque tengamos las orejas pequeñas.

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