Hace unos días estaba reunido con un grupo de amigos. En un momento dado, una pareja comenzó a hablar de su perro y del comportamiento que tenía hacia un vecino.

Al parecer, esta persona no es lo que se dice el paradigma de la buena vecindad y por ello mis amigos mantienen con él una relación educada pero algo tirante.

Lo que a ellos les llamaba la atención es que, de alguna manera, el perro parece estar al tanto de ello, ya que siendo un animal bastante sociable, es un Golden retriever, no muestra el menor síntoma de simpatía hacia ese vecino, tal como si supiera que no debe hacerlo.

Lo curioso según me comenta mi amiga, es que el vecino no ha hecho nunca el menor mal gesto hacia el animal. Todo lo contrario, no pocas veces intenta hacerle una carantoña. Sin embargo el perro siempre la rechaza.

Esta pareja cree que en cierta forma es como si el perro empatizara con ellos y sintiera que no les cae bien esa persona en concreto y por tanto decidiera hacer causa común con sus dueños incluso aunque ese vecino no le hubiera dado nunca muestras de ser un peligro potencial.

Os cuento esto porque esa conversación trajo a mi memoria unos datos sobre un estudio que conocí y que estaba muy relacionado con esa experiencia. Por ello he creído que podría convertirse en el tema de esta entrada.

El estudio en cuestión data de noviembre de 2017. Fue entonces cuando un grupo de científicos, liderado por los doctores James R. Anderson y Benoit Bucher y en el que asimismo figuraban varios colegas japoneses, publicaron las conclusiones de unos interesantes experimentos que habían estado realizando.

Inicialmente los datos obtenidos aparecieron en “Neuroscience & Biobehavioral Reviews” para ser después catalogados y recopilados por “Science Direct”.

Este grupo de estudiosos había estado trabajando precisamente en obtener conclusiones del nivel de empatía social desarrollado por los canes en relación a los humanos, o también podría verse como la existencia de un sexto sentido que les ayudara a interpretar nuestras emociones.

Su método de trabajo consistió en realizar una serie de tandas con unas situaciones predeterminadas que producían unos resultados analizables después estadísticamente.

Se trataba de lo siguiente. Prepararon a varias parejas de perros con sus respectivos dueños y les hicieron entrar en una habitación, únicamente una pareja cada vez, claro, en la que por todo mobiliario había nada más un arcón cerrado.

Se pedía al voluntario humano que lo abriera, pero no le facilitaban herramientas para hacerlo. Todo ello con su perro delante observando el proceso.

A continuación entraba un miembro del equipo al que el hombre le pedía ayuda, Entonces el científico podía proceder de tres maneras: Ayudaba a abrir el arcón, se mostraba pasivo sin hacer nada o se colocaba en posición clara de interferir para impedir que el voluntario abriera el arcón.

En ninguno de los casos el científico hacía o decía nada que pudiera llevar al perro a entender que lo amenazaba. De cara al animal su comportamiento era neutro siempre.

Se repetía la prueba con distintos científicos nuevos hasta haber cubierto todas las posibilidades. Y entonces se hacía una nueva batería pero con colaboradores que ya habían entrado en otra ocasión.

Así, fueron repitiendo las secuencias hasta que todas las parejas voluntarias de perro y humano pasaron por las sucesivas fases. Después recopilaron todos los datos y obtuvieron los correspondientes patrones de comportamiento.

Pues bien, lo curioso del caso es que detectaron que en un porcentaje muy superior a lo que sería de esperar por pura estadística, los perros reaccionaron en las segundas rondas con claridad según hubiera sido el comportamiento del científico que entraba en la sala, en las primeras.

Es decir, cuando la persona en su primera intervención se mostró dispuesta a ayudar a su dueño, al ver a esa persona en su segunda intervención, el perro daba muestras inequívocas de reaccionar con confianza y alegría.

Por el contrario, si el visitante se había negado a ayudar a su dueño en su primera aparición, el can daba muestras evidentes de hostilidad la segunda vez que esa persona entraba en la sala.

Recordemos que en todos los casos, el personal que llegaba no hacía nada directamente contra los animales, por lo que el equipo científico estimó en sus conclusiones como algo cierto, que de alguna forma los canes detectaban quién había sido amable o no con sus dueños y reaccionaban en consecuencia empatizando con ellos y distinguiendo a las malas de las buenas personas.

Eso les daba un potencial elevado de habilidad social sin llegar a entrar específicamente en cuál o cuáles sentidos o capacidades intervenían y de qué manera, para conseguir ese notable resultado final.

Por supuesto, todas las personas que tienen animales, perros en este caso, saben de las conexiones emocionales que se pueden establecer entre los humanos y sus queridas mascotas, pero en este caso el estudio aportaba un componente empírico a esa apreciación.

Llamémosle a eso sentidos más sensibles y potentes que los nuestros, sexto sentido o incluso facultades telepáticas, pero el caso es que los perros sabían quiénes podrían calificarse de buenas o malas personas no por lo que les hubieran hecho directamente a ellos, sino por cómo se comportaron aquellas con sus dueños.

Porque además hubo otra parte del experimento que aportó resultados muy curiosos. Ciertamente no fueron tan abrumadores como en la rama principal pero sí resultaron ser al menos significativos, de tal forma que tuvieron que hacerlos notar.

Se produjeron cuando en un giro de vuelta de la propuesta inicial, hicieron que, estando en la sala una pareja que ya había pasado por los diferentes colaboradores, los buenos y los malos, los que entraron esta vez fueron otra pareja nueva de perro y dueño que no sabían todavía cómo iba todo.

Entonces la persona de la primera pareja debía explicarle a la otra la mecánica del experimento. Mientras eso sucedía, dejaban que sus dos perros se relacionaran libremente.

Pasados unos minutos y como si simplemente fueran a preguntar algo, se asomaban a la puerta de la sala, un colaborador digamos de los buenos y un poco después uno de los malos.

A continuación, la primera pareja de perro y dueño, salía de la sala y se quedaban la segunda para hacer sus respectivas tandas.

Pues bien, lo que detectaron como significativo, fue que en algunas de las ocasiones y con determinados perros, el simple hecho de que entrara en la sala el colaborador bueno que se asomó o el malo, ya ocasionó en el perro la respuesta amistosa u hostil, como si supiera de antemano que esa persona les iba a ayudar o no.

Era como si de alguna forma, cuando se asomaron los colaboradores estando los cuatro, el perro primero fuera capaz de transmitir directamente al segundo algo como “confía en este” o bien “cuidado con este otro”, o también que el perro segundo fuera capaz sin más de interpretar las señales indirectas del perro primero, de tal forma que luego, al verse en la misma situación, se acordara en el momento preciso y las reprodujera por empatía.

Como última curiosidad de esta serie de experimentos, hay que indicar que en un primer momento se comenzaron no con perros y humanos, sino con grupos de monos capuchinos.

Estos simpáticos monitos sudamericanos, son muy sociables e inteligentes, por lo que no es la primera vez que se utilizan en experimentos parecidos, incluso han tenido papeles relevantes en alguna película, como la emocionante “Estallido”, de 1995 y con Dustin Hoffman como protagonista.

Volviendo a las pruebas, en este caso la mecánica consistió en poner en una sala a un pequeño grupo con un cajón lleno de fruta pero cerrado y después entraba un colaborador que o bien les ayudaba a abrirlo o no lo hacía y se lo quitaba. Mientras, en una sala contigua pero comunicada con un cristal, otro grupo observaba todo.

Cuando el segundo grupo se enfrentaba al mismo dilema, reaccionaban con las personas que entraban en función de cómo les habían visto comportarse con el primer grupo.

Fue al darse cuenta de que los resultados eran realmente evidentes, cuando decidieron ampliar el ámbito integrando parejas de dos especie distintas como perros y humanos, que resultaron elegidos precisamente por su ya clara tendencia a crear fuertes vínculos entre ellos.

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