Seguro que no os sorprendo si os hablo de las extraordinarias capacidades que han demostrado tener no pocas especies animales para, de alguna forma, conseguir anticipar la llegada de ciertos fenómenos naturales que en muchos casos suelen tener consecuencias devastadoras.

Sin duda, uno de esos fenómenos es el de los terremotos, repetidos a lo largo de la historia y especialmente focalizados en determinadas regiones de nuestro globo terráqueo.

Dentro de estas últimas, todos sabemos que las islas japonesas son un punto caliente de gran relevancia, por su ubicación en una zona especialmente delicada desde el punto de vista geológico.

Allí los terremotos se han mostrado terriblemente destructores y precisamente de uno de ellos quería hablaros hoy, en relación con mis comentarios del primer párrafo.

Concretamente me voy a centrar en el terrible episodio sísmico que tuvo lugar el 1 de septiembre de 1923: El Kanto daishinsai, como fue nombrado en el país. El gran terremoto de Kanto.

Todo comenzaba un par de minutos antes del mediodía. En ese momento, en la bahía de Sagami, a poco menos de 60 kilómetros al sur de Tokio y a casi 10 kilómetros bajo la superficie, un enorme segmento de la placa oceánica filipina de cerca de 100 kilómetros cuadrados de superficie, se resquebrajó, siendo impulsada en colisión hacia la placa continental euroasiática.

Ese accidente liberó de manera súbita una impresionante cantidad de energía tectónica, lo que originó que en cuestión de unos pocos minutos se produjera un descomunal terremoto en las tierras cercanas que alcanzó los 7,8 grados en la escala de Ritcher.

Pero además no vino solo, porque al haberse iniciado bajo el mar, la energía se liberó también en forma de varios tsunamis consecutivos que formaron olas de más de 12 metros de altura, arrasando toda costa que tocaron.

La isla más afectada fue la de Honshu, la principal de Japón y especialmente su zona este, el distrito de Kanto, de ahí el nombre con el que se conoció después el seísmo. Ciudades como Yokohama y zonas vecinas como Kanagawa, Shizuoka o Chiba, fueron prácticamente borradas del mapa. La capital, Tokio, también quedó seriamente dañada.

Tras la destrucción creada por el terremoto y los tsunamis, la devastación continuó con los innumerables incendios que se desencadenaron haciendo presa en las tradicionales construcciones de madera, se calcula que fueron cerca de 100, multiplicando el caos y las víctimas.

En uno solo de ellos, ocurrido en una zona de la parte baja de Tokio conocida como Rikugun Honjo Hifukusho, se estima que murieron cerca de 30.000 personas, que precisamente se habían congregado por las inmediaciones huyendo de los temblores sísmicos. Al final se tardó casi tres días más en ir extinguiendo todos los incendios.

Terremoto 3El terrible balance de la tragedia elevó las víctimas a nada menos que 143.000 personas, mientras que en cuanto a los daños materiales, se estimó que se destruyeron 570.000 hogares, lo que dejó además a cerca de 2.000.000 de personas desamparadas y damnificadas.

Fue desde luego una tremenda tragedia, que posteriormente se supo había tenido un inquietante prólogo, que es el que quería destacar aquí.

Con el tiempo, fueron acumulándose testimonios de supervivientes que dieron cuenta de algo singular que ocurrió durante la noche del 31 de agosto, es decir, la noche inmediatamente anterior al desastre.

Al parecer, los perros de todas las localidades de las zonas afectadas, la pasaron aullando y ladrando sin parar de tal forma que sus dueños no pudieron dejar de notar lo extraño de la situación. Hubo no pocos que incluso se escaparon y desaparecieron, mientras que los perros callejeros se esfumaron no sin sumarse antes al concierto.

Terremoto 4Hubo barrios en los que el estruendo resultó ensordecedor y a la vez sumamente perturbador. Perros normalmente tranquilos y calmados parecían haberse transfigurado en pura inquietud. En definitiva, una noche que a nadie le pasó inadvertida.

Por ello, cuando comenzaron a sumarse testimonios que daban cuenta del fenómeno, las autoridades acabaron por darse cuenta de que el suceso se había desarrollado a una escala tal que resultaba imposible achacarlo a una simple casualidad, pues calcularon que en el hecho debían de haberse visto implicados literalmente miles de perros a la vez.

No tuvieron más remedio que llegar a la conclusión de que de alguna manera los canes habían sido capaces de predecir, de intuir, de sentir, la terrible tragedia que iba a tener lugar la mañana posterior.

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