A lo largo y ancho de las entradas que han ido apareciendo en MISTERIO ANIMAL, hemos conocido algunas historias de animales que han parecido querer convertirse en mensajeros de algún saber más allá del visible, convirtiéndose en seres que han atraído sobre sí, tanto admiración como miedo.

Lo que os quiero contar hoy tiene que ver con ello y sucedió además en la mismísima España, teniendo como protagonista a un humilde perro callejero, que llegó a ser toda una celebridad entre sus vecinos.

Para situarnos en el comienzo de la historia, debemos ubicarnos en la localidad cordobesa de Fernán Núñez y centrarnos temporalmente en la década de los años setenta del pasado siglo XX.

Allí y entonces, un buen día, un perro callejero desconocido de color negro y raza indeterminada se aventuró en sus calles por primera vez. Nadie le hizo mucho caso asumiendo que sería uno más de tantos perros que buscándose la vida aparecían y desaparecían por el pueblo.

Sin embargo, este can habría de ser el protagonista de una historia completamente diferente y extraordinaria. Pasaron los días y el animal no abandonaba el pueblo como si intuyera que por allí tendría más posibilidades.

Pronto algún vecino se apiadó de él y comenzó a darle agua y algunas sobras, ante lo que el agradecido perro respondía con alegría y dado que mostraba un carácter amistoso y afable, al poco ya era conocido por muchos habitantes de la localidad.

Alguien, dicen que una mujer, decidió bautizarle con el nombre de “Moro”, nombre que corrió entre todos y con el que el animal se quedaría para sí. Al cabo de las semanas, la silueta del negro perro ya era habitual en cualquier calle o entrada de casa.

Sin embargo, lo verdaderamente extraordinario, lo que haría que Moro quedase para siempre en la memoria colectiva de Fernán Núñez, fue un aspecto de su comportamiento que pronto quedó en evidencia para todos.

Porque por increíble que suene, los habitantes de la localidad no pudieron dejar de percibir la relación que el can parecía tener con nada menos que la muerte. Relación que empezó a ser la comidilla del pueblo cuando empezaron a darse cuenta de que el perro estaba siempre presente en los momentos en los que aquella hacía acto de presencia.

Como si estuviera dotado de un extraordinario sexto sentido o de un privilegiado canal de comunicación con el Más Allá, el caso es que cuando un habitante local estaba próximo a morir, el can se plantaba en su puerta y allí se quedaba lo que hiciera falta, que nunca era más de unos pocos días, hasta que se producía el fatal desenlace.

Pero es que además, cuando partía la comitiva fúnebre hacia el cementerio, el perro no dejaba de acompañarla solemnemente como uno más. Incluso era el último en irse después de acabado el entierro.

Cuando este fenómeno se había repetido ya más de una decena de ocasiones (Se repetiría a lo largo de los años muchas veces más), todos estaban convencidos de que Moro tenía algo especial y no era un perro como los otros. Eso le otorgó un estatus especial, pero también ocasionó que empezaran a quedar marcados dos bandos entre la gente.

Uno era el de aquellos que admiraban las facultades del animal y le profesaban su cariño y respeto, considerando incluso que su comportamiento era un acto de amor hacia ellos y sus seres queridos y el otro empezó a formarse con los que comenzaron a mirar al can con algo de aprensión pensando que pudiera ser algún mensajero de energías no demasiado positivas.

De hecho sus facultades llegaban a tal punto, que cuando algún vecino fallecía lejos del pueblo, él parecía también saberlo y cuando el coche fúnebre que lo traía de vuelta a casa hacía su aparición en la entrada de la localidad, el bueno de Moro estaba allí esperándole para completar su ritual.

La gente lo respetaba y le dejaba vivir en paz, incluso los que no las tenían todas consigo cuando se cruzaban con él. Mientras, el tiempo pasaba, el talento del animal había corrido de boca en boca y su fama ya había llegado a los medios, primero locales, luego nacionales y después internacionales. Entonces no había Internet y los periódicos, radio y televisión eran las únicas vías de información.

Fue el “Diario de Córdoba” el que comenzó a dar publicidad a la historia, que posteriormente fue reproducida por periódicos de tirada nacional como “El Caso”, de enorme popularidad en aquellos tiempos. Incluso la televisión alemana llegó a interesarse por tan peculiar relato.

Nadie se explicaba realmente cómo el perro era capaz de tener ese aparente conocimiento oculto, pero el caso es que durante alrededor de una década todos pudieron contemplarlo en acción.

Se hablaba de que acompañaba a los entierros simplemente en la idea de que ante la aglomeración de personas alguno habría que le daría algún bocado, sin embargo en otro tipo de reuniones de gente que pudieran probar ese razonamiento, como bodas o bautizos, curiosamente el perro no hacía acto de presencia.

También se pensaba que los enfermos próximos a morir pudieran desprender algún tipo de olor que únicamente el animal pudiera percibir y le hiciera situarse frente a la casa correspondiente, pero eso tampoco explicaba porque acompañaba además a las comitivas y formaba parte del duelo humano.

Tampoco se realizaron estudios serios para analizar el comportamiento del animal y desgraciadamente, si alguien hubiera podido haberlo pensado en los comienzos de los 80, cuando su fama era más notable, no habría de haber ya ocasión para ello.

Y eso fue así porque una aciaga noche de 1983, unos malnacidos, unos despojos humanos de los que me calló mi auténtica opinión por respeto a todos vosotros, decidieron, después de una noche de copas, divertirse a su manera con el pobre Moro y los miserables le dieron tal paliza sin venir a cuento que el animal no pudo sobrevivir.

Dicen que algunos vecinos lo encontraron agonizante y le intentaron ayudar, llamando a una vecina cercana, Carmela, que curiosamente era al parecer aquella mujer que le bautizó. Ésta trajo una manta para cubrirle en plena calle pues no se atrevían a mover al maltrecho animal y se quedó con él mientras los demás intentaban llegar en busca del veterinario más cercano.

Pero no hubo tiempo, la buena mujer apenas tuvo tiempo de darle algo de agua y abrazarlo para darle calor. Tras cruzar sus miradas, el sin par Moro falleció ante el desconsuelo de Carmela.

Lo cierto es que nunca se supo a ciencia cierta quiénes fueron los autores de la paliza, ya que los muy cobardes se cuidaron muy mucho de hacer pública su repugnante acción, puesto que sabían con seguridad que con no pocos de los habitantes del pueblo habrían tenido más que palabras y una cosa es atreverse con un pobre perro indefenso y otra muy distinta hacer frente a hombres hechos y derechos. Eso era demasiado para esos indeseables.

Sea como fuere, a los habitantes de Fernán Núñez no les quedó más remedio que afrontar que su singular vecino se había ido y esta vez fueron ellos los que le acompañaron a su última morada. Cavaron una fosa para el animal junto a unas paredes en una zona denominada “Las huertas perdidas”.

Curiosamente se produjo un tiempo después un suceso que también dio un poco de qué hablar, puesto que esas paredes que rodeaban la sepultura se vinieron abajo al unísono de forma un tanto inexplicable a pesar de ser de construcción antigua, cayendo y cubriendo toda la zona como si de alguna forma quisieran constituirse en una especie de mausoleo en honor de Moro.

La memoria del increíble perro perduró en el pueblo y por eso, doce años después de su muerte, en 1995, el ayuntamiento decidió encargar un monumento en su recuerdo al artista Juan Polo, que fue instalado en el Parque Llano de las Fuentes y desde entonces allí permanece como homenaje y recuerdo del pueblo de Fernán Núñez a su ilustre vecino de cuatro patas.

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