En esta ocasión vamos a comenzar hablando de una antigua etnia mexicana que todavía existe, siendo al parecer una de las pocas que se mantienen con más pureza desde la llegada de los españoles siglos atrás.

Se trata de los “Huicholes”, o como ellos mismos se denominan, los Wirraritari, que sería la forma plural, mientras que Wirrárrica (O Wixarika), sería la singular.

Sus componentes viven todavía hoy en día en parte de sus antiguos territorios de distribución, principalmente lugares apartados de la Sierra Madre Occidental, pertenecientes a los estados de Jalisco y Nayarit.

Mantienen casi intactas su cultura y costumbres, conservando aspectos hoy en día muy apreciados como su preciosa y colorida artesanía.

Sin profundizar ahora en todos los aspectos que rodean a esta etnia, el hecho de hablar de los huicholes hoy viene a cuenta de la historia que ellos cuentan desde incontables generaciones, con respecto a cómo consiguieron en el pasado remoto hacerse con un bien tan preciado como el fuego.

Veréis, cuentan que este pueblo se dedicaba principalmente al cultivo del maíz y eran sumamente respetuosos y amigables con las criaturas de su entorno, hasta el punto de que muchos animales eran sus amigos y aliados.

Sin embargo, los huicholes no conocían el fuego, comían todos sus alimentos crudos y, peor todavía, pasaban mucho frío durante los crudos inviernos de sus territorios, refugiándose ateridos en las cuevas que encontraban en las montañas hasta que volvía a salir el sol.

Una noche, durante una tormenta, un rayo cayó de lleno en un árbol en pleno monte, provocando un fuego que iluminó la noche. Los hombres quedaron asustados y fascinados por el calor que desprendían las llamas, pero no supieron bien que hacer.

Pero entonces, de la otra parte del monte apareció una cuadrilla de un pueblo vecino y rival, atraída también por el fuego. Más atrevidos que ellos, los recién llegados se hicieron con el fuego, montando un perímetro defensivo alrededor y alimentándolo con más ramas para mantenerlo activo y poder utilizarlo en su beneficio.

En días posteriores, los huicholes intentaron también hacerse con algo de ese fuego que vieron permitía calentarse y alimentarse mejor a sus vecinos, pero éstos, más numerosos y mejores guerreros, les rechazaron en todas las ocasiones.

En ese punto, los animales que vivían junto a nuestros protagonistas, comenzaron a maquinar entre ellos cómo podrían ayudarles a conseguir ese preciado fuego.

El primero que se lanzó a la aventura fue el armadillo, que intentó una incursión relámpago, pero resultó interceptado por los centinelas y logró salvar su pellejo a duras penas.

Posteriormente, la iguana hizo otro intentó acercándose desde las ramas de los árboles, pero corrió igual suerte que el armadillo, salvándose de milagro.

Al final el tiempo fue pasando y ni animales ni hombres consiguieron siquiera una migaja de ese fuego que tanta falta les hacía.

Aunque no todo estaba perdido. Todavía quedaba un animalito que se había dedicado a observar a unos y otros tomando nota, mientras evaluaba las opciones.

Animalito que, precisamente, es conocido también por su astucia y arrojo, me estoy refiriendo a un pequeño mustélido, la comadreja (Mustela nivalis).

El inteligente animal, acabó diseñando un plan y un buen día lo puso en práctica. Con el sigilo típico de su especie, consiguió acercarse al campamento vecino sin ser detectado y entonces, en lugar de realizar una acción atolondrada, actuó astutamente.

Simplemente se colocó en un rincón cercano al fuego y allí se hizo una bola de pelo, quedándose absolutamente inmóvil. Así permaneció nada menos que siete días.

Entretanto, los centinelas al ver esa bola siempre allí sin moverse ni hacer nada, se acabaron acostumbrando a ella y dejaron de prestarle atención.

Pero la inteligente comadreja no estaba ociosa, pues con el rabillo del ojo aprovechó para estudiar a los guardias, acabando así por saber en qué momentos se quedaban adormilados la mayoría, cosa que sucedía a primera hora de la madrugada.

Por fin, una noche en la que comprobó que todos los hombres estaban profundamente dormidos excepto un vigía que tampoco estaba despierto del todo, la comadreja pensó que su momento había llegado.

Aprovechó la propia y peluda punta de su cola para coger un poco de fuego a modo de antorcha y salió de allí a todo correr.

Pero el vigía no estaba tan dormido y además disponía de un arco, por lo que disparó un par de veces, alcanzando al animal con la segunda flecha, aunque el valiente mustélido intentó continuar su huida.

Cuando vio que el hombre le iba a alcanzar tomó una brasa de su cola con su pata delantera y la guardó entre los dedos con mimo. El hombre llegó entonces junto a la comadreja y de un pisotón apagó por completo el fuego de su cola, dejando un jirón chamuscado.

Golpeó además al animal, que empleo otro de sus trucos, haciéndose el muerto y consiguiendo así que el hombre pensará que todo había acabado y se marchara.

Pero el tenaz animal consiguió seguir su camino renqueante hasta llegar a la aldea de los huicholes con su preciada brasa todavía en la pata.

Gracias a ella, los hombres pudieron iniciar su propio fuego que les sirvió a partir de entonces para no volver a pasar frío y poder cocinar sus alimentos y comer mejor.

Los hombres se aplicaron también en curar a la valiente comadreja, haciendo incluso una gran fiesta en su honor cuando estuvo restablecida y otorgando al animal un lugar de honor en la aldea.

Por cierto, la hazaña de la comadreja dicen también que es la causa de que su cola parezca un poco estropajosa en relación a su tamaño, sobre todo si la comparamos con las esponjosas colas de “primos” suyos como el turón (Mustela putorius), el visón (Mustela lutreola), o el armiño (Mustela erminea).

Sin embargo, seguro que las intrépidas comadrejas están orgullosas de que eso sea así, pues recuerda su astucia y su valor.

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