Seguro que todos sabréis que en África viven dos grandes especies de gatos “manchados”, como son el leopardo (Panthera pardus) y el guepardo (Acinonyx jubatus). Hay también otras de menor porte, como por ejemplo el serval (Leptailurus serval), pero en este caso nos centraremos en las mayores.

No dudo que además la gran mayoría sabréis distinguir entre las dos, pues presentan diferencias morfológicas y de comportamiento que las hacen fácilmente diferenciables.

El leopardo es más robusto, con manchas circulares más grandes, patas más cortas y es un cazador de emboscadas, mientras que el guepardo con sus manchas en forma de pinta, es el velocista de los cuadrúpedos, gracias a sus patas más largas, cuerpo alargado y flexible y garras no retráctiles, que le sirven para traccionar mejor en carrera.

Hay además un rasgo distintivo en el rostro del segundo, que además es único entre los grandes felinos y que no es otro que esas dos marcadas líneas negras que parten de sus ojos y llegan hasta la comisura de la boca.

Y de esas características líneas quería precisamente hablaros hoy, puesto que sobre su origen, aparte de las explicaciones científicas al uso, existe una conmovedora leyenda que me gustaría transmitiros.

La historia es de origen zulú y para meternos en ella debemos retrotraernos a otros tiempos pasados y lejanos en los albores de la humanidad, cuando bestias y homínidos convivían en una armonía global que no tiene nada que ver con el mundo actual.

Pues bien, en aquellos remotos tiempos unos y otros respetaban pactos no escritos para no interferir en sus vidas respectivas. Así por ejemplo, los hombres cazaban únicamente lo necesario para su subsistencia y no molestaban ni perseguían a los predadores animales. A su vez estos tampoco acosaban a sus vecinos humanos.

Cuenta la leyenda, no obstante, que un caluroso día un solitario cazador humano había estado intentando sin éxito cazar una gacela y se hallaba ya acalorado y cansado, por lo que se tumbó a descansar a la sombra de un árbol en la sabana.

Se percató entonces que cerca de allí había una hembra guepardo con tres crías y los estuvo observando un rato. En un momento dado, la adulta se alejó y el hombre comprendió que se preparaba para cazar. Pudo ver entonces como acechaba a una manada de gacelas a media distancia y entonces fue testigo de su explosivo ataque merced a su fulgurante velocidad. Tras una rápida persecución logró una presa, que acercó a sus hijos mientras estos salían a su encuentro, prestos a tener una buena comida.

Pero, desgraciadamente, al hombre empezó a surgirle una idea en la cabeza. Siendo también como era un poco vago y aprovechado, pensó que esos guepardos cazaban sin duda con mucha más facilidad que él mismo, por lo que si pudiera adiestrar a uno para que le hiciera el trabajo, dispondría siempre de carne fresca.

La idea tomó forma en su interior y se decidió a robar una cría a la madre guepardo para utilizarla en su beneficio. Esperó oculto a que la madre tuviera que volver a alejarse para cazar y cuando lo hizo, rápidamente llegó hasta su refugio. El problema es que al llegar junto a los asustados cachorros no consiguió decidirse por un ejemplar concreto, dudando sobre cuál sería el mejor. Por ello tomó otra vez la decisión menos complicada. Se llevó a las tres crías pensando que ya se decidiría por una más adelante, deshaciéndose de las otras.

Podéis imaginar la desolación de la madre guepardo cuando volvió con más comida para su prole y no los encontró al llegar. Comenzó una desesperada búsqueda por los alrededores que se prolongó hasta entrada la noche, sin resultado alguno, lo que le rompió el corazón.

Entonces, sola en su refugio comenzó a llorar desesperadamente y tanto era su dolor que unas espesas lágrimas negras comenzaron a surgir de sus ojos surcando su rostro.

Quiso entonces el destino que en la quietud de la sabana, el sonido de su llanto llegara hasta el poblado cercano, despertando a los humanos. Inquietos por saber quién producía ese sonido de pura desesperación, enviaron hacia allí a su chamán, que acabó descubriendo a la madre guepardo.

He de deciros en este punto que otro de los beneficios que aportaba ese tácito acuerdo de convivencia entre hombres y animales, que obviamente no ha llegado hasta nuestros días, era que permitía que se entendieran entre sí por una suerte de telepatía.

Por ello, la mamá guepardo pudo hacer entender al chamán lo que le había sucedido. Entonces el hombre prometió al felino su ayuda, volviendo raudo a su poblado. Al llegar contó la historia y de inmediato formaron una partida para buscar y encontrar a los cachorros perdidos.

Al cabo de unas horas lograron dar con el cazador y sus rehenes. Lo apresaron y le condenaron al destierro por romper el pacto milenario, mientras volvieron junto a la madre para devolverle sus crías.

Cuando ella vio de nuevo a sus hijos no pudo contener su alegría y de nuevo se convirtieron en la tierna familia que eran. Sin embargo no lograría evitar que a partir de entonces un recuerdo de aquella aventura le acompañara ya de por vida.

Aquellas lágrimas de pura amargura que se deslizaron por su rostro, acabaron dejando dos surcos negros que ya no desaparecerían y que las sucesivas generaciones de guepardos acabaron por tener también, lo que para los humanos se convirtió en un recordatorio permanente de que debían convivir en armonía con sus vecinos animales y mantener ese pacto de respetarse unos a otros, tomando únicamente lo imprescindible para sobrevivir.

Por eso, la próxima vez que contempléis el bello rostro de un guepardo con sus características líneas, recordad también vosotros porqué están ahí y su significado. Aunque venga de una leyenda, no estaría de más que actuáramos un poco más de acuerdo con las enseñanzas y principios que nos transmite.

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