Los Países Bajos sin duda conforman un territorio de absoluta raigambre europea. Aunque de manera coloquial en muchos casos se equipara a los Países Bajos con Holanda, habría que decir que Holanda o más concretamente Holanda Septentrional y Holanda Meridional, son únicamente dos de las doce provincias que engloban los primeros.

El nombre genérico ya da una idea de una de sus principales características geográficas, como es que una parte de su territorio se encuentra a un nivel inferior al del mar.

Esto ha hecho que desde siempre sus habitantes hayan tenido que enfrentarse a un monstruo para ellos muy real como es el de las inundaciones, que en mayor o menor medida les han acompañado a lo largo de la historia.

También esto ha producido que el ingenio del hombre haya brillado por esas tierras con ingeniosas soluciones y obras de ingeniería que al menos han conseguido que la vida en los Países Bajos sea actualmente bastante tranquila, como podría ser en cualquier otra parte más elevada del territorio europeo.

Ahora bien, eso no quita para que sobre todo en el pasado, se padecieran catastróficas inundaciones con elevadas pérdidas humanas y materiales.

Os hago esta introducción porque precisamente de una de esas tragedias surgió la historia que nos trae hasta aquí en esta ocasión.

Veréis, durante el primer cuarto del siglo XV, tuvieron lugar por tierras de las provincias holandesas una serie de hasta tres tremendas inundaciones que arrasaron con grandes zonas, produciendo grandes pérdidas en víctimas humanas.

Sucedieron en los años 1404, 1421 y 1424. Una inquietante coincidencia es que las tres tuvieron lugar, casi como si estuviera programado, alrededor de la fecha del 19 de noviembre, festividad de Santa Isabel, por lo que genéricamente acabaron siendo conocidas como las inundaciones de Santa Isabel.

Especialmente la segunda de ellas, la de 1421, especialmente destructiva y que produjo como mayor efecto que la ciudad de Dordrecht, que hasta entonces era como la capital oficiosa de todo el territorio por su pujanza económica, quedara casi sumergida por entero, perdiendo su potencia comercial e importancia administrativa, que ya no recuperaría.

Fue de esta catástrofe natural de la que salió la historia del gato y la cuna, que se haría tremendamente popular en la cultura holandesa.

Se dice que tras el paso de las aguas, unos lugareños que intentaban ponerse a salvo pudieron ver por Vuilpoort, no lejos del centro de Dordrecht, una cuna que flotaba a la deriva con un bebé dentro.

Cuando se acercaron hacia ella con la intención de salvar al pobre niño, pudieron observar que en la cuna también viajaba un gato que además parecía estar como poseído saltando de un extremo a otro de la cuna sin parar.

Finalmente un hombre pudo alcanzar la cuna y arrastrarla a la orilla. En ese momento el gato saltó también a tierra firme y huyó corriendo sin mirar atrás.

El grupo cogió con cuidado al bebé y entonces pudieron comprobar que se trataba de una niñita. Pero además y para su gran sorpresa, entendieron entonces el extraño comportamiento que habían podido observar en el gato acompañante, dándose cuenta de que en realidad había salvado la vida a la pequeña.

¿Y cómo había sido eso? Pues bien, al saltar sin parar  de un extremo al otro de la cuna, lo que hizo el inteligente felino fue equilibrar constantemente la cuna con su propio peso, evitando así que se pudiera escorar hacia algún lado, llenarse de agua y hundirse.

De hecho había tenido tanto éxito en su empeño que la ropa del bebé estaba seca a pesar de las adversas circunstancias por las que habían atravesado.

La leyenda sigue contando que los rescatadores descubrieron que la niña llevaba un collar de coral rojo con un marcador de oro pegado a él y una cruz con el escudo de armas de sus padres, sin embargo, aunque lo intentaron, en el caos reinante no pudieron localizar a ningún familiar.

Así pues, otra familia la adoptó dándole el nombre de Beatrix, que vendría a ser “feliz”. Cuentan que la niña pudo así tener una buena vida llegando a casarse con un próspero comerciante con el que formó un matrimonio notable en su comunidad.

La historia quedó tan arraigada en las gentes del lugar que todavía siglos después dio origen a algunas obras de arte, de las que quizá la más conocida sea la pintura que retrata a los protagonistas iniciales, la niña y el gato, del pintor nacional Lourens Alma Tadema.

Éste nacido en Dronryp, en 1836, fue conocido también fuera de sus fronteras como Lawrence Alma-Tadema. Murió en 1912 y su producción fue de estilo neoclásico, encontrándose en ella el cuadro que hace referencia a la leyenda que hemos visto y que es el primero que aparece en esta entrada.

Pero también algún otro autor de la misma época quiso representar esta historia. Es el caso por ejemplo del pintor inglés John Everett Millais, nacido en Southampton en 1829 y muerto en 1896. Detallista y perfeccionista, es conocido especialmente por ser el autor del impresionante “Ophelia”. Ambas pinturas, la del gato y su obra quizá más representativa, las tenéis también ilustrando esta entrada.

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