Una de las pinacotecas más celebradas del mundo es el conocido Museo del Hermitage, de la ciudad rusa de San Petersburgo.

Aparte de por su colección artística, es reconocido por la belleza del palacio en el que tiene su sede, desde que la emperatriz Catalina la Grande lo fundó allá por 1764, colocando su propia colección personal, con más de 4.000 obras.

Cara a los habitantes de la ciudad, el museo abrió como tal en 1852, convirtiéndose en el primer museo público ruso.

Son miles los turistas que lo visitan cada año para admirar sus tesoros artísticos (en los momentos actuales en los que escribo y por causas obvias, esos turistas han caído en picado), pero tampoco vamos a extendernos en hablar ahora de dichos tesoros pues no es el caso.

Hay sin embargo un curioso detalle que no todos conocen relacionado con el museo y que tiene que ver con una parte de sus “empleados”, por ser algo particulares.

Sí, porque entre todos los profesionales que se afanan todos los días en el mantenimiento y cuidado de la institución hay un grupo importante que ronda los 70 individuos, que se desplaza a cuatro patas.

Son, ni más ni menos, que los gatos del Hermitage, quienes todavía hoy en día siguen estando “en nómina” desde que sus antecesores llegaron hace muchos años.

De hecho, llegaron al palacio antes incluso de que fuera convertido en museo, cuando en 1745 una plaga de ratas asoló la ciudad y la entonces emperatriz, Elizaveta Petrovna, antecesora de Catalina, ordenó llevar al edificio un grupo de gatos para que se ocuparan de los roedores.

Desde entonces se mantuvo ya siempre una colonia estable y cuidada por los moradores, para asegurar que las ratas no se instalaran en palacio. Con el paso de los años y las décadas, los felinos acabaron siendo testigos de la historia.

Asistieron así al derrocamiento de los zares, la llegada de la Primera Guerra Mundial y la revolución de octubre de 1917 con el advenimiento del comunismo.

Sin embargo, al igual que para los humanos, la Segunda Guerra Mundial resultó trágica para ellos, especialmente durante el terrible sitio de San Petersburgo (entonces Leningrado) que se prolongó por nada menos que 900 días, provocando que los supervivientes tuvieran que resistir con todo lo que tenían incluyendo los cuerpos de sus congéneres y por supuesto los gatos y otros animales que encontraban.

Eso hizo que fueran prácticamente aniquilados, pero con el fin de la guerra, a la que el museo había resistido en un asumible buen estado dado todo lo vivido, la situación volvió a sus orígenes, puesto que los nuevos gestores comunistas decidieron que no era mala idea lo de los gatos y restauraron una unidad felina al servicio del museo.

Sin embargo, al contrario de la primera época, los dejaron un poco más a su aire y pasó lo que tenía que pasar, los animalitos se dedicaron a multiplicarse y a finales de los años sesenta del pasado siglo su número era a todas luces excesivo, campando a sus anchas por todas y cada una de las dependencias del museo.

Ya en los años 70 los responsables decidieron controlar un poco la situación y dado que los gatos a esas alturas eran en parte también seña del museo para los ciudadanos, no tomaron medidas extremas y les pareció más oportuno algo más sensato.

Prohibieron su acceso a las salas de exposición, dejándoles acceso libre al resto del complejo y limitaron su número a 70 animales, cantidad que se ha mantenido prácticamente estable desde entonces.

Cuando el número de individuos supera esa cantidad, se ofrecen en adopción los necesarios para restablecer el equilibrio.

Hoy en día, los gatos siguen cumpliendo su labor en el Hermitage, siendo cada vez más otro reclamo turístico y disponiendo de su propio departamento de atención.

En el mismo destaca una persona, adjunta al propio director del museo y que ocupa además el cargo de jefa de prensa de los mininos, llamada Maria Haltunen.

María llegó al Hermitage en 1995. Era una época difícil para la institución pues el colapso de la Unión Soviética había vaciado una buena parte del museo y muchas partes necesitaban rehabilitación.

Junto con el director Mijaíl Piotrovski, intentaron relanzar el complejo, si bien entonces no tenían fondos ni siquiera para las reparaciones más urgentes como las de los techos.

Un día, revisando las instalaciones, María bajó a los sótanos junto a un asistente y se quedaron petrificados, puesto que por allí encontraron decenas de gatos medio abandonados y hambrientos que les devolvían la mirada con una mezcla de miedo y esperanza.

Ambos comenzaron entonces a diario a bajar comida a los animales desde la cafetería y habiendo conocido el origen de los felinos tras investigar un poco, iniciaron también una campaña entre los visitantes del museo que denominaron “un rublo por gato”, con el objetivo de recaudar fondos para mantenerlos y darles asistencia médica.

Acabaron ganándose el apoyo del propio Piotrovsky, que accedió a establecer toda la inmensa parte de los sótanos del complejo, como refugio y hogar de la patrulla felina.

Hoy en día, esa zona está llena de fotos de los sucesivos habitantes gatunos, así como no faltan por todos lados, rascadores, camas, recipientes de comida e incluso estufas, habiendo sido donado por gente anónima una buena parte de este material.

Los animales residentes cuentan todos con su propio pasaporte y el departamento del museo que les atiende, dispone de tres trabajadores permanentes y alguno ocasional si es necesario, almacén para material, cocina para ellos y hasta un pequeño hospital veterinario, contando además con la propia María al frente.

Adicionalmente existe un programa de adopción permanente y perfectamente organizado desde el museo, en el que hay hasta un día anual de los gatos del Hermitage y que consigue todos los años un buen número de adopciones.

Quitando las salas de exposición, no es raro que los visitantes se topen con alguno de estos especiales “empleados”, por los pasillos o los jardines exteriores y según su propia personalidad estarán más o menos propensos a recibir sus carantoñas o fotografiarse junto a ellos, aunque para el humano constituyen sin duda un motivo más de atracción.

Para todos los que trabajan en la prestigiosa institución, los gatos forman parte de la historia y alma del museo, en el que se produce una mágica simbiosis entre lo humano, lo animal y lo artístico.

Ellos mismos además, han dado lugar a obras que sin duda aumentan esa relación con el arte. Como ejemplo tenéis las bellísimas pinturas que aparecen a lo largo de la entrada y que forman parte de una colección que el joven y talentoso artista de origen Uzbeko, Eldar Zakirov, realizó teniendo como protagonistas a los mininos.

Los animales que se ven son fieles retratos de los reales del museo, mientras que sus indumentarias reflejan vestimentas de la época de los zares, la inicial del museo.

Sin duda, los cuadros son realmente bonitos. Obviamente son algunos ejemplos pues no habría espacio para toda la colección. Adicionalmente tenéis fotos reales de mininos por el museo, en su territorio y para finalizar esta curiosa y ejemplar historia os dejo a continuación un vídeo (está en inglés) sobre los gatunos en cuestión.

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